Autores: Diego Coatz. Medio: Publicada en El Economista.
05/05/2011
Las elecciones presidenciales que se llevarán a cabo en octubre de este año brindan la oportunidad para instalar en la agenda de debate la necesidad de avanzar en el diseño e implementación de políticas clave para encausar un proceso de desarrollo económico de largo plazo, lo que requiere de respuestas para diversificar e integrar la matriz productiva del país.
No alcanza sólo con avanzar en la coordinación de los instrumentos de política – monetaria, cambiaria, comercial, fiscal, de ingresos, entre otras – con el objeto de garantizar la estabilidad de las variables fundamentales de la economía, la acumulación de capital reproductivo y desalentar la especulación y las actividades rentísticas, sino que hay que profundizar la definición de una política industrial integral.
Esto nos lleva a debatir entorno a la necesidad de planificar nuevas políticas de oferta, que corrijan gradualmente los desequilibrios estructurales y reduzcan la vulnerabilidad y dependencia del aparato productivo a los vaivenes de la coyuntura internacional.
Dicha situación requiere, necesariamente, repensar y reformular el esquema de incentivos sectoriales existentes, así como también algunos regímenes particulares de promoción industrial a través de una mayor articulación pública – privado.
Mucho camino se puede recorrer ampliando y mejorando los programas con beneficios directamente a la industria, particularmente a las PyME, que sin contar salarios y gastos administrativos, hoy alcanzan los $447 millones – un 0,3% del gasto público del Gobierno Nacional.
Sin embargo, la mayor cantidad de recursos e incentivos se encuentran en los tratamientos impositivos que habitualmente son clasificados como gastos tributarios, entendidos como la recaudación que el fisco deja de percibir en virtud de la aplicación de concesiones o regímenes impositivos especiales (exenciones tributarias, alícuotas reducidas, diferimiento, deducciones, amortizaciones aceleradas, créditos fiscales y cláusulas de estabilidad fiscal).
Su finalidad es favorecer o estimular a determinados sectores, actividades, regiones o agentes de la economía, incentivando la inversión, mejorando la progresividad y eficiencia del sistema tributario y estimulando el consumo de bienes estimados “meritorios”.
Durante los 25 años anteriores a la crisis de 2001, los objetivos y características de las políticas orientadas a promover la competitividad en Argentina experimentaron profundas transformaciones. Ello supuso una reversión de lo que fueran los principios rectores que acompañaron el Modelo de Industrialización por Sustitución de Importaciones en la región, con predominio de esquemas de promoción sectoriales y regionales.
La política promocional fue adquiriendo un carácter horizontal, nítidamente orientada al desarrollo y fortalecimiento de las capacidades competitivas de la firma a partir de criterios de eficiencia en productos y procesos, aunque bajo una carencia evidente de instrumentos de orientación estratégica para la redefinición del aparato industrial.
Nuestro país no aprovechó las capacidades acumuladas en las décadas previas. Aquellos instrumentos de apoyo, si bien mostraban un conjunto de cuestiones a corregir, fueron clave para desarrollar nuevos sectores y generar capacidades de PyMEs especializadas. Lo que se hizo, en cambio, derivó en una notable desarticulación de incentivos, que se sumaron a un entorno macroeconómico desfavorable para la producción local.
En la actualidad, tras ocho años de fuerte crecimiento, se espera según estimaciones MECON que para el 2011 los gastos tributarios alcancen los $34.016 millones (2,1% del PBI), monto que equivale al 6,9% de la recaudación de los ingresos nacionales. De este total, $25.554 millones corresponden a tratamientos especiales establecidos en las leyes de los respectivos impuestos y $8.462 millones (0,5% del PBI) a beneficios otorgados en los diversos regímenes de promoción económica.
En el 2011 la promoción económica de Tierra del Fuego (Ley 19.490) es el régimen que más pondera alcanzando el 41,6% del total (junto con el régimen para la producción y uso sustentable de los biocombustibles (19,8%), el reintegro a las ventas de bienes de capital de fabricación nacional (16,9%) y la promoción industrial (Decretos 2054/92, 804/96, 1553/98 y 2009/04) que representa el 7,7% del total. En conjunto, estos regímenes dan cuenta de más del 80%.
Si bien algunas actividades con mayor grado de madurez o menor integración local son las que insumieron hasta aquí más esfuerzo fiscal, la promoción de software (3% de los gastos tributarios en régimen de promoción económica de 2011) y, más recientemente, la biotecnología y los biocombustibles indicarían un creciente protagonismo de sectores con relativamente escasa trayectoria en el tejido productivo, lo que debe servir como ejemplo para apostar hacia otras actividades, dada las mejoras en productividad, la generación de puestos de trabajo y las exportaciones en los sectores impulsados.
Tras aprender de los errores del pasado reciente, pareciera existir un marcado consenso respecto al papel de las instituciones en todo proceso de crecimiento y desarrollo económico, al dinamizar las interrelaciones que se suceden entre el patrón macroeconómico y la estructura microeconómica por medio de un conjunto variado de políticas e instrumentos de apoyo.
Frente a esto se deben repensar los programas que conforman los regímenes de promoción económica estableciendo incentivos para avanzar en la integración local de la producción y para fortalecer los vínculos de cooperación entre los distintos agentes que hacen al tejido productivo. De esta manera, la orientación de este tipo de políticas debe concebir el desarrollo productivo desde una perspectiva sistémica, donde entren en juego la conformación de redes y las relaciones entre los distintos eslabones de la cadena de valor.