La economía de la última década estuvo caracterizada por un triángulo virtuoso cuyos vértices fueron el crecimiento, la generación de empleo con mayor equidad distributiva y la inversión.
No hubo ningún misterio. La inversión fue acelerada por el impulso de la demanda, la que estuvo a su vez apalancada en el incremento de los ingresos de la población (sobre todo de los sectores postergados). Una inversión que acelera produce mejoras permanentes en la productividad, clave del desarrollo. Así se generaron las condiciones para crecer por encima del promedio mundial y regional y, aún más importante, cerrar paulatinamente las brechas sociales y productivas.
Este proceso no está libre de tensiones, por ejemplo distributivas: pujas por la apropiación del excedente y las rentas que genera. Las pujas no se producen solamente entre el trabajo y el capital, sino también entre las diferentes manifestaciones del capital (reproductivo, rentístico y especulativo), y en un sentido diferente hacia dentro del colectivo de los trabajadores (donde las diferencias salariales son profundas).
Aparecen también tensiones productivas. Hasta tanto logra diversificar su matriz productiva, una economía que crece rápido necesita divisas para afrontar la importación en bienes y servicios en una proporción creciente. A esto se suman los pagos de deuda, la remisión de utilidades, el atesoramiento en dólares.
Promediando 2011, los números de la Argentina eran elocuentes: la inversión en niveles record (24 por ciento del PBI), el salario nominal registrado promedio en el sector privado pasó de 880 pesos en 2001 a 5380 pesos en 2011 (32 por ciento en términos reales) y el PIB acumulaba un crecimiento del 75 por ciento, con 2,3 millones de nuevos jubilados y 3,3 millones de nuevos puestos de trabajo formales.
El escenario cambió desde entonces. El círculo virtuoso se fue resquebrajando a causa de una combinación de factores internos y externos. Entre ellos, la caída de la demanda de Brasil y una mala cosecha por cuestiones climáticas. La actividad cerró con un nivel de crecimiento de 1,9 por ciento (1 por ciento según estimaciones no oficiales), la inversión mermó 4,9 por ciento, la industria bajó 2,2 por ciento y la inflación se mantuvo por encima del 20 por ciento. Estos números son magros en relación con los últimos dos lustros y de seguir la tendencia actual, nada indica que se reviertan durante el presente año.
Si bien los factores externos fueron importantes, los internos han sido gravitantes. Durante 2012, el mundo creció 2,6 por ciento, mientras que la región lo hizo en torno del 4,2 por ciento (con excepción de Argentina y Brasil). Crecer por debajo de la media mundial y regional es un lujo que Argentina no se puede dar, más aún en un contexto de términos de intercambio favorables y liquidez internacional.
¿Qué pasó?
El temor a una eventual crisis de balance de pagos (falta de divisas) llevó a tomar medidas con impactos directos y colaterales negativos sobre la actividad y algunos precios clave de la macroeconomía. Si bien la cuenta corriente pasó de ser superavitaria a tener un resultado nulo en 2011, dada la cantidad de reservas, el flujo de divisas comerciales y la situación patrimonial del Gobierno y las empresas, la realidad no parecía ameritar una reacción de la política económica que conllevara el riesgo de afectar a la economía real. Una mejora con sesgo mercantilista en los indicadores externos (superávit comercial de 12.590 millones de dólares en 2012) no justifica la desaceleración del crecimiento de la actividad, inversión y el empleo.
A lo anterior se sumaron dos tensiones extra.
La primera es la suba de precios. En nuestro país resulta muy difícil crecer con equidad distributiva en un contexto de precios de las commodities elevados, con una política de tipo de cambio competitivo y sin inflación. La tasa de inflación se puede controlar, pero deja sentir sus efectos en las decisiones de cartera. Si la tasas de interés interna presenta menores retornos en relación con la tasa internacional dadas las expectativas de depreciación y el riesgo, el resultado es la fuga de capitales. Capitalismo, le dicen.
Si la regulación (no la prohibición o “cepo”) de la cuenta de capitales no se articula con el resto de los instrumentos macroeconómicos, puede generar resultados adversos que luego son difíciles de contrarrestar. El dólar marginal en 10 pesos no refleja la situación económica actual del país, pero sí la condiciona en sus posibilidades futuras, afectando la demanda agregada, la competitividad de las exportaciones industriales con mayor valor agregado y a sectores clave como la construcción.
Segundo, existen tensiones macroeconómicas derivadas de aspectos estructurales. El plan de obras energéticas por parte del Gobierno fue muy relevante para incrementar la oferta, logrando que la potencia instalada en energía eléctrica pase de 22.500 a más 31.000 mw. Sin embargo, en ausencia de un plan estratégico, la matriz energética depende en mayor proporción de combustibles fósiles, particularmente de gas. De ahí el crecimiento de las importaciones a precios sustancialmente mayores a lo que cuesta extraerlo localmente. Otras políticas han mostrado límites estructurales que necesitan ser superados. Una de ellas es el transporte, que además de poder ser un vector clave en el desarrollo de nuevos sectores dinámicos, resulta fundamental para mejorar la productividad, de tal forma de restarle presión a la competitividad cambiaria. Otra es la cuestión del financiamiento de largo plazo.
Con la recuperación de YPF y las nuevas líneas de financiamiento pyme reguladas por el BCRA, el Gobierno muestra que ha tomado nota de todo ello. Pero la agenda de desarrollo necesita ser mucho más amplia y ambiciosa.
Si bien la situación luce complicada, el país ha recuperado su soberanía económica y puede desplegar todos los instrumentos de política (comercial, monetaria, cambiaria, de ingresos). La deuda de las familias, Gobierno y empresas es baja. Hay reservas internacionales y superávit comercial. Existe el doble de industria de la existente diez años atrás. Se registró un crecimiento cercano al 50 por ciento en la productividad junto con mejoras sustanciales en los niveles de empleo.
No activar las políticas que empujen la economía hacia adelante trae consigo el riesgo de que cobren fuerza salidas de corte tradicional que utilicen el ancla cambiaria, fiscal (austeridad) o salarial, como instrumentos fundamentales para frenar la escalada de precios y salarios.
Argentina todavía puede recuperar un sendero de crecimiento sostenido. Ya no será del 8-9 por ciento como hace algunos años, pero sí en torno de un umbral de 5-6 por ciento.
Lo externo es una condición de borde: ni justificaron las goleadas del pasado ni nos obligan hoy a defendernos en nuestra área chica. Nuestro barco es fuerte y no puede depender de cuestiones climáticas para zarpar
* Sociedad Internacional para el Desarrollo Capítulo Buenos Aires(SIDbaires www.sidbaires.org.ar ) @diegocoatz @marianodemiguel